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Sobre una difícil discrepancia

Publicado: 2009-05-25

La subjetividad en las opiniones es inexplicable y no hay vuelta que darle. Pero algunas veces su individualización y la sorpresa que acarrea resultan impresionantes. Eso es lo que (me) ocurre con una crítica de la cinta “Luces de la ciudad”, de Charles Chaplin, escrita por Jorge Luis Borges. ¿Por qué? Pues se tratan de mi película y escritor favoritos. Cito el artículo completo:

 

El que misteriosamente se nombra Luces de la ciudad de Chaplin ha conocido el aplauso incondicional de todos nuestros críticos; verdad es que su impresa aclamación es más bien una prueba de nuestros irreprochables servicios telegráficos y postales, que un acto personal, presuntuoso. ¿Quién iba a atreverse a ignorar que Charlie Chaplin es uno de los dioses más seguros de la mitología de nuestro tiempo, un colega de las inmóviles pesadillas de Chirico, de las fervientes ametralladoras de Scarface Al, del universo finito aunque ilimitado, de las espaldas cenitales de Greta Garbo, de los tapiados ojos de Gandhi? ¿Quién a desconocer que su novísima comédie larmoyante era de antemano asombrosa? En realidad, en la que creo realidad, este vitadísimo film del espléndido inventor y protagonista de La quimera del oro no pasa de ser una lánguida antología de pequeños percances, impuestos a una historia sentimental.

Alguno de estos episodios es nuevo; otro, como el de la alegría técnica del basurero ante el providencial (y luego falaz) elefante que debe suministrarle una dosis de raison d’être, es una reedición facsimilar del incidente del basurero troyano y del falso caballo de los griegos, del pretérito film La vida privada de Elena de Troya. Objeciones más generales pueden aducirse también contra City Lights. Su carencia de realidad sólo es comparable a su carencia, también desesperante, de irrealidad. Hay películas reales –El acusador de sí mismo, Los pequeros, Y el mundo marcha, hasta La melodía de Broadway-; las hay de voluntaria irrealidad: las individualísimas de Borzage, las de Harry Langdon, las de Buster Keaton, las de Eisenstein. A este segundo género correspondían las travesuras primitivas de Chaplin, apoyadas sin duda por la fotografía superficial, por la espectral velocidad de la acción, y por los fraudulentos bigotes, insensatas barbas postizas, agitadas pelucas y levitones portentosos de los actores. City Lights no consigue esa realidad, y se queda en inconveniente. Salvo la ciega luminosa, que tiene lo extraordinario de la hermosura, y salvo el mismo Charlie, siempre tan disfrazado y tan tenue, todos sus personajes son temerariamente normales. Su destartalado argumento pertenece a la difusa técnica conjuntiva de hace veinte años. Arcaísmo y anacronismo son también géneros literarios, lo sé; pero su manejo deliberado es cosa distinta de su perpetración infeliz. Consigno mi esperanza –demasiada veces satisfecha- de no tener razón.

Demoledor y ácido como pocas veces, Borges despotrica, más que contra Chaplin, contra “Luces de la ciudad” y su falta de irrealidad, no deliberada, sino a manera de hierro de “perpetración infeliz”.

 No coincido –y lo digo con respetuosa vergüenza– con el autor de “Ficciones”. La irrealidad a la que hace referencia sí puede ser notoria, pero considero, contrariamente a lo que dice Borges, que sí se trata de un recurso intencional en el relato.

 “Luces de la ciudad” es un filme distinto al cine de su época, tan caracterizado por la exageración y los gags. Aunque sí están presentes, la línea primordial y definitiva es la de entrega total por el amor de la otra persona.

Suena cliché, pero resultó tremendamente innovador en su tiempo. Basta pensar en un supuesto drama estrenado diez años después como “Ciudadano Kane”, para revalorizar la sobriedad y sutileza de la cinta de Chaplin.

Me quedo con el Charlot de “Luces…” por sobre el de “La quimera del oro”. Por su sencilla lucidez, y su prístina belleza; por la ceguera que se convierte en transparencia (como el propio Borges posteriormente experimentaría); y por el mejor final de la historia del cine, aquel donde la incertidumbre y la desnudez del espíritu nunca fueron tan comprometedoras, y potencialmente sublimes o dolorosas.


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